Usemos un analogía extremadamente simplificada. Imagínate que tres de tus amigos y tú creáis un idioma codificado que solo podéis entender vosotros cuatro. El idioma puede estar en forma de signos, imágenes, sonidos, números o algo totalmente diferente. Lo más importante es que nadie es capaz de descifrarlo cuando os escucha. La única manera de descifrarlo y volverlo un idioma inteligible es una clave de descifrado específica que solo tú y tus amigos conoce, y no es posible arrebatárosla.
Pero, ¿y si el proceso de creación y memorización del idioma codificado estuviera automatizado? Ahí es donde entra la criptografía. Hace todo el trabajo cifrando el idioma que hablas diariamente y lo convierte en código mientras viaja hasta el destinatario.
En esta analogía, el destinatario es el amigo al que le hablas. En el mundo de las VPN, el destinatario podría ser, por ejemplo, una página web a la que intentas acceder.
Ni tú ni el destinatario tenéis que entender el código de cifrado. ¿Por qué? Porque una VPN es capaz de cifrar la información que envías y luego la descifra tan pronto llega al destinatario.